miércoles, 1 de octubre de 2025

Cuando Richelieu bailó con castañuelas ante Ana de Austria.

 
El secreto burlado
 
·        Las castañuelas eran vistas en Francia como un signo de alteridad cultural.
 
Entre las innumerables anécdotas que adornan —y a veces deforman— la memoria de la corte de Luis XIII, pocas resultan tan sorprendentes como aquella que transmiten las Mémoires del conde de Brienne: el cardenal de Richelieu, ministro todopoderoso, artífice de la razón de Estado, se habría prestado a bailar una zarabanda delante de la reina Ana de Austria, vestido con calzón de terciopelo verde, cascabeles de plata en las ligas y unas castañuelas en las manos. El violinista Boccau ponía la música, y tras un biombo la reina y su círculo íntimo —con Madame de Chevreuse como instigadora— reían a carcajadas del espectáculo. No sabemos si el episodio ocurrió exactamente así, pero la fuerza de la imagen basta para situarlo en el imaginario de la cultura barroca francesa.



Para comprender lo que significa esta escena, hay que sumergirse en la Francia de Richelieu. Estamos en un siglo XVII convulso, en el que las guerras de religión aún resonaban y el poder de los nobles debía ser domado para consolidar la monarquía. El cardenal encarnaba ese proceso: un hombre de Iglesia y de Estado que supo acumular en sus manos más poder que ningún otro ministro antes de él. Su figura, envuelta en austeridad y en disciplina, dominaba los salones del Louvre y marcaba el ritmo de la política europea. Pero a la sombra de su grandeza había también fragilidad: un corazón, dicen las crónicas, capaz de dejarse tentar por las sonrisas de la reina y por las burlas de sus damas.
 
Ana de Austria, reina de Francia y esposa de Luis XIII, era hija de Felipe III de España. Llegó a París como un símbolo de alianza dinástica, pero nunca perdió su sello de extranjera. La etiqueta española, el acento en la lengua, los modos y las devociones la distinguían en un entorno donde lo francés era defendido con celo. En ese contexto, la música y la danza española adquirieron un valor ambiguo: eran, al mismo tiempo, testimonio de exotismo y motivo de sospecha. La zarabanda, que en España había sido perseguida por su sensualidad y su desparpajo, en Francia se transformó en danza cortesana refinada, pero sin perder del todo el aura de picardía que la hacía peligrosa y atractiva.
 
Richelieu conocía el poder de la música. Su corte cultivó espectáculos grandiosos, ballets de cour en los que participaba incluso el rey, piezas donde la danza y el canto servían para glorificar al monarca y para disciplinar el cuerpo de los cortesanos. En ese universo, todo movimiento y todo sonido tenían un sentido político. Que el cardenal se viera arrastrado a danzar con castañuelas, por amor o por vanidad, equivalía a romper la imagen severa que había tejido de sí mismo. Y, quizá por eso, el relato circuló y sobrevivió: porque ridiculizaba al hombre más temido de Francia poniéndole en manos un instrumento asociado a lo popular, a lo hispano y a lo femenino.
 
Las castañuelas eran vistas en Francia como un signo de alteridad cultural. No formaban parte del instrumental cortesano habitual, dominado por violines, laúdes y órganos, sino que evocaban la vitalidad de las danzas ibéricas y de los escenarios callejeros. En un salón parisino, en manos de un cardenal-ministro, se convertían en un objeto risible y, al mismo tiempo, cargado de insinuaciones. No es casual que Brienne subraye la risa de las damas: la burla nacía tanto del contraste social como del choque cultural.
 
El episodio, sin embargo, no puede leerse como una simple anécdota privada. Es también un reflejo de cómo la música funcionaba como frontera y como mediación. La zarabanda y las castañuelas, símbolos de lo español, se integraban en Francia gracias a la presencia de Ana de Austria, que introducía con ella un aire extranjero en la corte. El cardenal, al prestarse al juego, se situaba sin saberlo en el territorio de la reina, donde lo español dominaba, y quedaba expuesto. Por eso, aunque la veracidad del relato sea discutida, su valor simbólico es incuestionable: nos habla de tensiones culturales, de la fragilidad de la imagen política y de la fuerza de la música como espejo de identidades.
 
La risa que resonó tras el biombo, según Brienne, todavía hacía reír al memorialista medio siglo después. Y no es difícil entender por qué: la escena concentra en sí misma todo el contraste del barroco francés, entre gravedad y burla, entre poder y carnaval, entre lo propio y lo extranjero. Richelieu, el cardenal que sujetaba en sus manos el destino de Europa, quedaba reducido a un bailarín de zarabanda con castañuelas. Y ese contraste, más allá de la certeza histórica, es lo que hace que la anécdota siga viva y siga mereciendo ser recordada.
 






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