El
secreto burlado
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Las
castañuelas eran vistas en Francia como un signo de alteridad cultural.
Entre las
innumerables anécdotas que adornan —y a veces deforman— la memoria de la corte
de Luis XIII, pocas resultan tan sorprendentes como aquella que transmiten las Mémoires del conde de Brienne: el cardenal de
Richelieu, ministro todopoderoso, artífice de la razón de Estado, se habría
prestado a bailar una zarabanda delante de la reina Ana de Austria, vestido con
calzón de terciopelo verde, cascabeles de plata en las ligas y unas castañuelas
en las manos. El violinista Boccau ponía la música, y tras un biombo la reina y
su círculo íntimo —con Madame de Chevreuse como instigadora— reían a carcajadas
del espectáculo. No sabemos si el episodio ocurrió exactamente así, pero la
fuerza de la imagen basta para situarlo en el imaginario de la cultura barroca
francesa.
Para comprender lo que significa esta escena, hay que
sumergirse en la Francia de Richelieu. Estamos en un siglo XVII convulso, en el
que las guerras de religión aún resonaban y el poder de los nobles debía ser
domado para consolidar la monarquía. El cardenal encarnaba ese proceso: un
hombre de Iglesia y de Estado que supo acumular en sus manos más poder que
ningún otro ministro antes de él. Su figura, envuelta en austeridad y en
disciplina, dominaba los salones del Louvre y marcaba el ritmo de la política
europea. Pero a la sombra de su grandeza había también fragilidad: un corazón,
dicen las crónicas, capaz de dejarse tentar por las sonrisas de la reina y por
las burlas de sus damas.
Ana de Austria, reina de Francia y esposa de Luis XIII, era
hija de Felipe III de España. Llegó a París como un símbolo de alianza
dinástica, pero nunca perdió su sello de extranjera. La etiqueta española, el
acento en la lengua, los modos y las devociones la distinguían en un entorno
donde lo francés era defendido con celo. En ese contexto, la música y la danza
española adquirieron un valor ambiguo: eran, al mismo tiempo, testimonio de
exotismo y motivo de sospecha. La zarabanda, que en España había sido
perseguida por su sensualidad y su desparpajo, en Francia se transformó en
danza cortesana refinada, pero sin perder del todo el aura de picardía que la
hacía peligrosa y atractiva.
Richelieu conocía el poder de la música. Su corte cultivó
espectáculos grandiosos, ballets de cour en los que participaba incluso el rey,
piezas donde la danza y el canto servían para glorificar al monarca y para
disciplinar el cuerpo de los cortesanos. En ese universo, todo movimiento y
todo sonido tenían un sentido político. Que el cardenal se viera arrastrado a
danzar con castañuelas, por amor o por vanidad, equivalía a romper la imagen
severa que había tejido de sí mismo. Y, quizá por eso, el relato circuló y
sobrevivió: porque ridiculizaba al hombre más temido de Francia poniéndole en
manos un instrumento asociado a lo popular, a lo hispano y a lo femenino.
Las castañuelas eran vistas en Francia como un signo de
alteridad cultural. No formaban parte del instrumental cortesano habitual,
dominado por violines, laúdes y órganos, sino que evocaban la vitalidad de las
danzas ibéricas y de los escenarios callejeros. En un salón parisino, en manos
de un cardenal-ministro, se convertían en un objeto risible y, al mismo tiempo,
cargado de insinuaciones. No es casual que Brienne subraye la risa de las
damas: la burla nacía tanto del contraste social como del choque cultural.
El episodio, sin embargo, no puede leerse como una simple
anécdota privada. Es también un reflejo de cómo la música funcionaba como
frontera y como mediación. La zarabanda y las castañuelas, símbolos de lo
español, se integraban en Francia gracias a la presencia de Ana de Austria, que
introducía con ella un aire extranjero en la corte. El cardenal, al prestarse
al juego, se situaba sin saberlo en el territorio de la reina, donde lo español
dominaba, y quedaba expuesto. Por eso, aunque la veracidad del relato sea
discutida, su valor simbólico es incuestionable: nos habla de tensiones
culturales, de la fragilidad de la imagen política y de la fuerza de la música
como espejo de identidades.
La risa que resonó tras el biombo, según Brienne, todavía
hacía reír al memorialista medio siglo después. Y no es difícil entender por
qué: la escena concentra en sí misma todo el contraste del barroco francés,
entre gravedad y burla, entre poder y carnaval, entre lo propio y lo
extranjero. Richelieu, el cardenal que sujetaba en sus manos el destino de
Europa, quedaba reducido a un bailarín de zarabanda con castañuelas. Y ese
contraste, más allá de la certeza histórica, es lo que hace que la anécdota
siga viva y siga mereciendo ser recordada.