Entre los hallazgos más singulares del arte romano tardo-republicano se cuentan los frescos procedentes del columbario descubierto en la Villa Doria Pamphilj, en Roma, fechados hacia los años 30-20 a. C. y hoy conservados en el Museo Nazionale Romano, en el Palazzo Massimo alle Terme. Estas pinturas decoraban originalmente las paredes de un recinto funerario destinado a albergar urnas cinerarias, y sin embargo sorprenden por su vitalidad: en lugar de imágenes solemnes o fúnebres, muestran escenas de banquete, de música y de danza, como si la memoria de los difuntos se envolviera en un ciclo de movimiento y sonido que celebra la continuidad de la existencia.
En el fragmento que nos ocupa —el que abre esta reflexión— se distingue un grupo de figuras en plena danza. Las posturas abiertas, los brazos alzados y el ritmo de los cuerpos transmiten la idea de un movimiento organizado, casi ritual. A la derecha se destaca un músico que toca un doble aulos o tibiae, instrumento formado por dos tubos de caña soplados simultáneamente, muy utilizado en contextos festivos y teatrales. Lo notable es que este intérprete, además de soplar las flautas, acciona con el pie derecho un scabellum, pequeño artefacto de percusión formado por dos planchas articuladas de madera o metal. Al pisarlo, producía un golpe seco que marcaba el compás. Así, el músico no solo aportaba la melodía, sino también el ritmo que guiaba la danza de los demás personajes. La coordinación entre respiración, soplo y movimiento del pie convierte a esta figura en un verdadero símbolo de equilibrio corporal y musical, capaz de encarnar la unión de ritmo y vida.
La escena cobra mayor sentido cuando se compara con otra
representación similar, más conocida por su nitidez: la que aparece en un
mosaico romano conservado en el Aventino y estudiado en diversas publicaciones
académicas. Allí, el músico aparece claramente tocando el doble aulos y
golpeando un scabellum, mientras a su
alrededor bailarinas portan crotalos
—pequeños idiófonos de entrechoque— y figuras masculinas agitan bastones en un
baile animado. Este paralelismo confirma que la combinación de aulos y
scabellum no es una licencia del pintor del columbario, sino la representación
de una práctica musical bien documentada en el mundo romano, donde el intérprete
de viento marcaba con el pie el pulso de la danza.
La comparación de ambas imágenes resulta reveladora. En el mosaico Aventino, la composición es más clara y descriptiva; en el fresco del columbario, el tono es más tenue, casi visionario, y la danza parece desarrollarse en un espacio indefinido, suspendido entre la vida y la muerte. No se trata solo de una escena de entretenimiento, sino de una evocación simbólica: el sonido del aulos y el ritmo del scabellum acompañan el tránsito del alma, tal vez como eco de una alegría ritual que se prolonga más allá del sepulcro. Así, las paredes de aquel columbario se convertían en un escenario donde la música y la danza vencían, al menos pictóricamente, el silencio del más allá.
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